viernes, 3 de marzo de 2017

Mi abuela de cuento

La keka es mi abuela, la mamá de mi mamá. A quienes no la conocen, les puedo contar que es una señora algo gordita, bajita y con ojos chiquititos, como de botón. Algunos dicen que es como la abuelita perfecta, como esas abuelitas de cuento que te regalan cosas, o de esas que cuando chico te dejan los cachetes llenos de lápiz labial. 

La Keka es prácticamente un hada del azúcar –y nadie entiende por qué no ha tenido diabetes con la cantidad de dulces que come- y es una reina de las telas con florecitas, de la colonia de guaguas y de las pantuflas con ponpón.

Quizá no es la abuela más cariñosa que alguna vez haya habitado el sistema solar, pero es de esas que te miman con todo lo que esté a su alcance, y que van a tratar de darte comida hasta que tengas que irte rodando por la escalera. Y cuando te habla de algo serio, no puede evitar mirar para otro lado como si se intimidara, y cuando te hace cariño en realidad no te toca sino que te pasa sus uñas largas y puntiagudas como de brujita pero de las buenas.

La visito a veces en su casita, que es una cúpula abuelística perfecta, una cabañita en el bosque lejos del lobo, donde todo huele a dulce, todo está siempre limpio y donde en cada rincón se esconden galletitas o chocolates por si acaso, como si intentara acaparar lo más posible por si un diluvio o una catástrofe llega a dejarla sin raciones.

A fin de cuentas es una gran abuela. Su nariz puntuda y respingada como la de un ratón la hacen verse completamente indefensa, aunque tenga sus armas secretas y sepa defender bastante bien lo que es suyo. Su lunar coqueto en el pómulo recuerda a la Liz Taylor en sus mejores momentos, y no sólo es bonita: es inteligente peleadora y buena para los Sudokus. A veces se pone media niña, pero es porque siempre le han gustado las muñecas, las cajitas que no sirven para nada, los peluches, los monederos y los colores chillones: sandía, calipso y verde limó­­­­n.


Lo más triste de Paulina

Lo más triste de Paulina es que no estaba enamorada y se casaba con él en un par de meses. Lo más triste de Paulina es que se creía sus mentiras. Y no iba a dar pie atrás.

El misterio de los calcetines de cambio

¡¡¡Basta!!! Grité de nuevo. Tenía miedo de que le diera náuseas, si la gente se acercaba demasiado a ella, le daría náuseas. Habíamos vivido eso antes, hace un par de años en Santiago. Pero acá nadie podía entender una palabra de lo que decíamos porque yo no sabía Francés y ella estaba demasiado drogada para traducirme. Por eso tuve que gritar. Grité lo más fuerte que pude para que la multitud se disipara, porque un grito es siempre un grito, es un gesto universal, da igual el idioma en que se haga. Ya estaba empezando a desesperarme cuando sin querer miré dentro de su cartera y descubrí que llevaba unos calcetines de cambio. Saqué unas monedas de mi bolsillo, entré a una cabina telefónica y marqué el número.