Llegué siguiendo la orilla del río. Bajo un sol de norte que no perdonaba, partí andando a mediodía por un camino de tierra uniforme, angosto, rodeado de rocas. Estaba sola y sin señal, a unos 10 kilómetros de la ciudad más próxima, y tan alto que al llegar se me taparon los oídos.
Cuando parecía que no habría nada más que cerros, comenzaron a aparecer unasc casitas de adobe y paja. Tras tocas varias veces, de una de las puertas salió una señora gorda y con la piel quemada por el sol que me hizo pasar a su casa. Dentro estaba fresco, y me ofreció sentarme en la silla frente a la ventana y también me regaló una bolsa de naranjas. Allá, en el valle, las naranjas caían del cielo y si no estabas mirando podían noquearte. Difícil no mirar ese cielo celeste, tan lejos del Chile conocido, tan surcado por el viento seco y mineral. Al salir de ahí, después de dos horas conversando, no quería irme. Iba a volver a la nada, no sabía con qué me iba a encontrar después. El suelo estaba tan árido que sólo lo manchaba la sombra de un pimiento. Esperé a que llegaran a buscarme, y nunca más vi a esa señora cuya casa era, por lejos, la más bonita de La Higuerita.