domingo, 15 de agosto de 2010

La muerte infinita


"Este día es perfecto" pensó. El hombre se levantó como todos los días, procurando al bajar de la cama, que el primer pie que pisara el suelo fuera el derecho (no por superstición, sino por costumbre).
Luego se vistió con la ropa que había dejado preparada la noche anterior, a los pies de su cama.
Se demoró cuanto quiso, mal que mal, afuera nadie lo esperaba. Comenzó por la camiseta de algodón y siguió con la camisa a cuadrillé, prolija y desagradablemente bien planchada.

Se miró los pies, al final de sus delgadas piernecitas y se acordó del cortauñas. Dió unas vueltas por la casa semidesnudo, buscádolo, pero no lo encontró. Además una fuerte corriente de aire invernal estaba entrando desde el living hasta la cocina, y lo obligó a terminar de vestirse.
Siguió entonces, con los calcetines, los calzoncillos y el pantalón. Entró al baño luego, se miró al espejo y se echó de menos un poco. Se lavó la cara -su cara- y se secó.
Dejó todo ordenado -por si vuelvo más tarde- pensó. Y salió por la puerta de su casa, dejando las ventanas cerradas y el cerrojo de la puerta bien trabado.

Bajó sin prisa las escaleras del edificio y llegó a la vereda. Las calles que él conocía tan bien, ahora se encontraban vacías, por ser domingo. "Este día es perfecto" pensó nuevamente, y cruzó sin mirar a ningun lado.
Entonces, quizá el único vehículo que se viera por esas calles ese día, pasó justo por ahí en el momento en que el hombre cruzó, y lo atropelló.

Estaba muerto ahora el hombre, en el suelo frío de invierno.
Había vivido esto mil veces, y cada vez lo hacía con más perfección.




F.

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