¡¡¡Basta!!! Grité de nuevo. Tenía miedo de que le diera
náuseas, si la gente se acercaba demasiado a ella, le daría náuseas. Habíamos
vivido eso antes, hace un par de años en Santiago. Pero acá nadie podía
entender una palabra de lo que decíamos porque yo no sabía Francés y ella
estaba demasiado drogada para traducirme. Por eso tuve que gritar. Grité lo más fuerte que pude
para que la multitud se disipara, porque un grito es siempre un grito, es un
gesto universal, da igual el idioma en que se haga. Ya estaba
empezando a desesperarme cuando sin querer miré dentro de su cartera y
descubrí que llevaba unos calcetines de cambio. Saqué unas monedas de mi
bolsillo, entré a una cabina telefónica y marqué el número.
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