La miré de reojo para que no se diera cuenta, porque me dio rabia que tuviera un cuerpo tan perfecto y fibroso sin tener que hacer nada de ejercicio. Traté de hacer como que no la veía pero la maniquí no tenía una pizca de tonta y me devolvió la mirada desde el otro lado de la vitrina. Fueron sólo unos segundos, pero pude sentir sus ojos llenos de envidia: Yo estaba viva y ella no. A veces se me olvidaba eso. También se me olvidaba que los maniquíes nos tienen mucha envidia.
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