Comimos unos churros en la calle.
La media docena valía mil pero tú le pediste a la señora del carrito que te
diera sólo tres, y para que le quedara bien claro le indicaste el número tres con
tu mano flaca y larguirucha.
Como éramos dos y había que ser
justos, le pediste a la señora que cortara el tercer churro por la mitad y ella
te miró con ojos saltones, sacó del aceite hirviendo unos lulos de masa y te
los entregó de mala gana. Como si me hubieras leído la mente, mientras caminábamos
me explicaste que habías comprado sólo tres churros porque aunque te alcanzaba
para media docena no querías gastarte la luca que tenías. “Prefiero invitarte a una
cerveza”, dijiste.
Lentamente y sin hablar, tú me contaste tu parte y yo te conté la mía. Mientras nuestros dedos se llenaban del aceite
de la fritanga, tú te tragaste de un suácate el medio churro que te quedaba, y tus
pantalones negros y tus zapatos lustrados quedaron cubiertos de azúcar y te dio
lo mismo. A mi también.
Dimos unas vueltas a la manzana y
yo seguía con hambre. Buscamos un lugar para tomar
las cervezas pero ya no tuve ganas de ir a sentarme a un bar después de todo lo
que habíamos dicho. Miré la hora y eran las once de la noche, nada tarde, pensé, pero tú estabas
cansado. Nos dijimos chao en la entrada de mi edificio y desde la ventana del
quinto piso te vi mientras te alejabas.
Cuando entré al departamento me
di cuenta de que mis zapatos, mi vestido y mi chaqueta, también estaban
llenos de azúcar flor.
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