lunes, 5 de junio de 2017

Cuento inclinado

Un día de pleno invierno, la casa comenzó a inclinarse levemente. Se hundía. Cuando vio lo que pasaba, Daniel corrió hacia ella con palos, maderos y rocas para sujetarla, pero para su sorpresa vio también inclinados los pinos, los edificios y las granjas, incluso a los perros y saltamontes: todos estaban medio hundidos, con un lado cayéndose como si se los empezara a tragar la tierra.
Le habían contado que eso pasaría, y él se había jurado que ese no sería su caso, que no se inclinaría aunque tuviera 30 años, la edad culmine en la que los hombres de aquella aldea comenzaban a experimentar los cambios en su cuerpo. Su abuelo Euclides Contreras, que había vivido toda la vida haciéndose el cojo para eludir la norma real de la inclinación, le había enseñado a Daniel algunos trucos para reaccionar si eso pasaba, sólo debía decir: "Oh, no no, soy indigno de inclinarme, aún soy demasiado joven".
Pero sólo era cosa de tiempo para que Daniel fuera descubierto. Era demasiado honesto y no sabía mentir.


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